Es el lenguaje de Dios que toma palabra humana en el gesto de cercanía y en la involucración del hermano en la atención del hermano que padece. Y es que la compasión marca el deseo de Dios de derribar las barreras que encontramos para llevar un camino de realización, ir haciéndonos y configurándonos más en el amor. Nuestro corazón y nuestra mente van colocando piedras en ese camino: la indiferencia, los juicios, los cálculos, la indiferencia, el orgullo, la vanidad, el egoísmo, los particularismos, vamos midiendo como situarnos y situar a los demás en el teatro de la vida, siendo unos perfectos escenógrafos de la apariencia y el éxito. No tenemos más receta que la de justificarnos, pues no es solo de compromiso por los demás, es la de adentrarnos en nuestra propia vulnerabilidad y entregarnos para que todos vayamos caminando al unísono.
La compasión de Dios no es un ejercicio supremo de poder, es el deseo de entrar en la realidad de la persona humana, escudriñar en su corazón y preguntar insistentemente ¿quieres vivir el amor? Porque la compasión de Dios es la que se hace presente en la fragilidad, en la debilidad del hombre que es su pecado. ¡Qué grande sería el hombre sin la lacra del desamor, del pecado que lleva tantas veces a vivir el odio y la violencia! Y por eso Dios no solo se hace presente y lo hace en su Hijo, sino que se acepta y asume los condicionantes humanos que se oponen al amor. Jesús encontró tantos obstáculos para poder ser aceptado. Hasta que lo sufrió en su propia carne. Su pasión es el culmen de la compasión, la cruz es la señal de la misericordia, el silencio del Calvario es el grito del amor que nos dice "dejaos amar; por Dios, dejaos amar por Dios. Mueve el corazón, la mente y la razón, las entrañas y el afecto, ver el madero con el fruto de la misericordia.
Sed compasivos como el Padre es dejarse involucrar en el movimiento del corazón que penetra el dolor del hermano y descubre que somos llamados a servir, a llorar con el que llora, a ser paciente en la cama del hospital y del anciano, a escuchar el lamento y saber hacer silencio, a abrir puertas y corazones, a vivir el abrazo del perdón y la mirada de la esperanza.
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