domingo, 26 de octubre de 2025

EL ORGULLO MATA, LA HUMILDAD VENCE


EL ORGULLO MATA, LA HUMILDAD VENCE

Hace unas semanas el evangelio nos ponía dos personajes, el rico comilón y el pobre Lázaro, en una incisiva llamada a discernir entre las posesiones y la indiferencia, frente a un camino de sencillez y austeridad amando la bienaventurada pobreza. 

El domingo pasado nos ponía frente a dos personajes, el juez injusto y la pobre viuda que clama con insistencia justicia, y esto nos invitaba a la oración constante en la confiada bondad de Dios que hace justicia a sus hijos.

Hoy nos sitúa ante dos personajes que acuden al templo a orar, un fariseo orgulloso de lo bien que hace todo y el desprecio con el que ve a los demás, y el publicano pecador que simplemente dice "perdóname, Señor, que soy un pecador", y esto nos invita a descubrir la justicia divina que perdona, acompaña, fortalece, anima a quien, desde su realidad humilde y pecadora, descubre la misericordia infinita de Dios.

Y es que el fariseo hace un monólogo que se tiene a si mismo como protagonista, declara sus méritos, reclama el derecho de salvación como una compensación por lo bien que hace todo, no se contamina juntándose con gente del mal vivir, paga religiosamente y esto va a la cuenta del haber para un día verse compensado, desprecia viendo a los demás como alguien de baja consideración. Su oración no está dirigida a Dios sino a si mismo. No espera nada de Dios pues se sitúa frente a Dios como un reto que hay que superar para ser perfecto y ganarse el beneplácito. Es hacer cosas para logar lo que desea.

El publicano no esperaba nada de los demás pues estaba juzgado continuamente por su pecado, condenado y sentenciado a vivir siendo despreciado como pecador y traidor, pues se dedicaba a cobrar los impuestos para el imperio romano traicionando a los de su sangre. Pero solo esperaba una cosa, humillado, situado al final, sin levantar la cabeza, y una frase que envía a Dios, pues no tiene nada que ofrecer más que su pecado: Perdóname. Es así como se vive no solo la oración sincera, sino que se modela una humildad que nace de la realidad de verse a si mismo y descubrir un camino de rescate, de resurrección, de resiliencia.

Jesús nos sitúa muchas veces a que nuestra oración sea sencilla y sincera, breve y cargada de esperanza. Recordemos "no soy digno de que entres en mi casa, pero un palabra tuya bastará para sanarme", "Señor acuérdate de mi cuando vuelvas como Rey. Hoy estarás conmigo en el paraíso. "Señor ten compasión de nosotros"... Y es que rezar lleva consigo descubrir delante de Dios nuestra realidad, sencilla, humilde y tiene como consecuencia revestirse del que se humilla siendo siervo, entregado por todos, Cristo que el la cruz los da la salvación. 

Fíjate en María, la humilde joven que simplemente dice sí y se entrega con radical amor y total disponibilidad.

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