En
breve tendré la alegría de abrir la Puerta Santa de la
Misericordia. Como hice en Bangui, cumplimos este gesto, a la vez
sencillo y fuertemente simbólico, a la luz de la Palabra de Dios que
hemos escuchado, y que pone en primer plano el primado de la gracia.
En efecto, en estas lecturas se repite con frecuencia una expresión
que evoca la que el ángel Gabriel dirigió a una joven muchacha,
asombrada y turbada, indicando el misterio que la envolvería:
«Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28).
La
Virgen María está llamada en primer lugar a regocijarse por todo lo
que el Señor hizo en ella. La gracia de Dios la envolvió,
haciéndola digna de convertirse en la madre de Cristo. Cuando
Gabriel entra en su casa, también el misterio más profundo, que va
más más allá de la capacidad de la razón, se convierte para ella
en un motivo de alegría, motivo de fe, motivo de abandono a la
palabra que se revela. La plenitud de la gracia transforma el
corazón, y lo hace capaz de realizar ese acto tan grande que
cambiará la historia de la humanidad.
La
fiesta de la Inmaculada Concepción expresa la grandeza del amor
Dios. Él no sólo perdona el pecado, sino que en María llega a
prevenir la culpa original que todo hombre lleva en sí cuando viene
a este mundo. Es el amor de Dios el que previene, anticipa y salva.
El comienzo de la historia del pecado en el Jardín del Edén
desemboca en el proyecto de un amor que salva. Las palabras del
Génesis nos remiten a la experiencia cotidiana de nuestra existencia
personal. Siempre existe la tentación de la desobediencia, que se
manifiesta en el deseo de organizar nuestra vida al margen de la
voluntad de Dios. Esta es la enemistad que insidia continuamente la
vida de los hombres para oponerlos al diseño de Dios. Y, sin
embargo, también la historia del pecado se comprende sólo a la luz
del amor que perdona. El pecado sólo se entiende con esta luz. Si
todo quedase relegado al pecado, seríamos los más desesperados de
entre las criaturas, mientras que la promesa de la victoria del amor
de Cristo encierra todo en la misericordia del Padre. La palabra de
Dios que hemos escuchado no deja lugar a dudas a este propósito. La
Virgen Inmaculada es para nosotros testigo privilegiado de esta
promesa y de su cumplimiento.
Este
Año Extraordinario es también un don de gracia. Entrar por la
puerta significa descubrir la profundidad de la misericordia del
Padre que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada
uno. Es Él el que nos busca. Es Él el que sale a nuestro encuentro.
Será un año para crecer en la convicción de la misericordia.
Cuánto se ofende a Dios y a su gracia cuando se afirma sobre todo
que los pecados son castigados por su juicio, en vez de destacar que
son perdonados por su misericordia (cf. san Agustín, De
praedestinatione sanctorum 12, 24) Sí, así es precisamente. Debemos
anteponer la misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio
de Dios tendrá lugar siempre a la luz de su misericordia. Que el
atravesar la Puerta Santa, por lo tanto, haga que nos sintamos
partícipes de este misterio de amor. Abandonemos toda forma de miedo
y temor, porque no es propio de quien es amado; vivamos, más bien,
la alegría del encuentro con la gracia que lo transforma todo.
Hoy,
aquí en Roma y en todas las diócesis del mundo, cruzando la Puerta
Santa, queremos recordar también otra puerta que los Padres del
Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, abrieron hacia el mundo.
Esta fecha no puede ser recordada sólo por la riqueza de los
documentos producidos, que hasta el día de hoy permiten verificar el
gran progreso realizado en la fe. En primer lugar, sin embargo, el
Concilio fue un encuentro. Un verdadero encuentro entre la Iglesia y
los hombres de nuestro tiempo. Un encuentro marcado por el poder del
Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de las aguas poco
profundas que durante muchos años la habían recluido en sí misma,
para reemprender con entusiasmo el camino misionero. Era un volver a
tomar el camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive:
en su ciudad, en su casa, en el trabajo...; dondequiera que haya una
persona, allí está llamada la Iglesia a ir para llevar la alegría
del Evangelio y llevar la misericordia y el perdón de Dios. Un
impulso misionero, por lo tanto, que después de estas décadas
seguimos retomando con la misma fuerza y el mismo entusiasmo. El
jubileo nos estimula a esta apertura y nos obliga a no descuidar el
espíritu surgido en el Vaticano II, el del Samaritano, como recordó
el beato Pablo VI en la conclusión del Concilio. Que al cruzar hoy
la Puerta Santa nos comprometamos a hacer nuestra la misericordia del
Buen Samaritano.
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